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“SE ACABÓ EL MANDATO Y LO CELEBRÉ COMO LOS NARRADORES DE FÚTBOL EN UN MUNDIAL”

La ex diputada federal Áurea Carolina cuenta cómo y por qué no se presentó a la reelección en Brasil.

Foto divulgação.

– ¿Por qué parar, ya no crees más? 

La pregunta me quemaba en los ojos. Necesitaba decir que sí creo, pero no podía. Sigo creyendo, pero no para mí. Es decir, se puede seguir creyendo, mientras no sea yo. ¿Cómo puedo contradecir años de palabras encarnadas? Siempre estaba llamando a todos a ocupar la política. Pero, mira, no era para todas las personas, de cualquier manera, a cualquier precio. Puedo garantizarlo: fomenté el liderazgo popular sin vender ilusiones. Hablé abiertamente de riesgos y desafíos, mucho antes de pensar que pondría fin a mi breve ciclo en la política institucional. Fue una entrega de corazón abierto y por completo.

– Nadie hace lo que tú hiciste. 

Sí, tal vez. Nadie es casi nadie. Recuerdo haber leído a Manuela D’Ávila en su libro “Revolución Laura”. Yo estaba en el puerperio, era el comienzo de la pandemia. Oí a Manu como si estuviera frente a ella: “No me presentaría a la alcaldía aunque fuera la primera en todas las encuestas y muchos partidos quisieran apoyarme”. Manu decidió hacer lo correcto para sí misma, para su vida. Su hija Laura tenía cinco meses. Lloré con dolor. En aquel momento, estaba a punto de decidir si me presentaba o no como candidata a la alcaldía de Belo Horizonte. Yo encabezaba las intenciones de voto entre las posibles candidaturas de izquierda. Ejercía un destacado mandato federal, fruto de una expresiva victoria en las elecciones del 2018.

Saqué una foto de la página y le escribí a Manu. Ella me acogió. Comprendía mi angustia. Vivió lo que nadie vivió. Hizo lo que nadie hizo. Por mucho que me abriera a mis amigas, no tenía con quien hablar de una experiencia que nadie había vivido. Una madre feminista de mi generación se negó a ser candidata cuando su prioridad era tener tiempo para dedicar a su bebé. Quisiera haber tomado esa decisión, pero no fue lo que yo hice.

Me embargó un sentido de responsabilidad que ahogó la voz de mi corazón. Creí que debía luchar por una candidatura con un frente amplio de izquierda. Lideré intentos fallidos de articulación, y al final afronté la campaña de 2020 con una alianza restringida, tres o cuatro candidatos adversarios del mismo campo, un alcalde favorito para la reelección que ni siquiera discutía propuestas para la ciudad, el bolsonarismo en alza. Y, lo más importante, llevando un bebé en los brazos. Lloraba todos los días. Fueron las primeras veces que tenía que pasar horas lejos de mi hijo. La disputa fue dura, con aliados y adversarios. En el debate televisado, apenas podía concentrarme en lo que tenía que decir mientras mi pecho goteaba leche. Tuve Covid en la víspera de la elección y no pude ir a votar. Estuve convaleciente durante semanas, a punto de ser hospitalizada. Deliraba de tanta fiebre. Pensé que me iba a morir.

Llegué a 2021 procesando las heridas de un viaje que se hizo demasiado pesado. Nada de aquello tenía sentido. No fue para reventarme que ocupé la política. Pensé en renunciar, pero el equipo del mandato sostuvo las cosas. Sin ellos, no podría seguir. Además, quería contribuir con la proyección de otros líderes. Siempre ha sido una construcción más grande. Se trata de alternancia en el poder, como enseña Erica Malunguinho.

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Con tropiezos, pero con absoluto cuidado en mi comunicación pública, logré tomar la decisión de no presentarme a la reelección, decidida a buscar lo mejor para mí. Crucé el 2022 lejos de las negociaciones típicas de un año electoral. Abracé la candidatura de Célia Xakriabá, que había sido asesora legislativa durante mi mandato, como continuidad de nuestro proyecto en Brasilia. ¡Era la hora del penacho! [1] Me lancé de cabeza a la campaña. Elegimos a la primera diputada federal indígena por Minas Gerais, un hecho histórico. Valió la pena creer.


Siempre me emociono cuando oigo “¡Áurea, tú me representas!” Desde el resultado de 2016, cuando fui elegida la concejala más votada de Belo Horizonte, he sido abrazada en las situaciones más insólitas por personas que me siguen o me han votado. Uno de estos días, tras terminar el mandato federal, una pareja blanca con un cochecito de bebé se me acercó distraída en medio de un centro comercial. Me miraron con lágrimas en los ojos y me dijeron que soy una inspiración en la crianza de su hija recién nacida. Y que mi ejemplo de no buscar la reelección y apoyar a Célia era de gran dignidad y valor.

En otra ocasión, en 2019, caminaba cerca del mercado de Ver-o-Peso, en la ciudad de Belém, en el estado de Pará, cuando dos jóvenes negras se acercaron radiantes diciendo que me admiraban y pidieron una foto. Imagínate, ¡en Pará!. Y así era cuando me escapaba a una cascada, en barecito cualquiera, en la cola del supermercado, en el ir y venir en los aeropuertos, paseando con Jorge por el Parque Municipal de Belo Horizonte. Escuchaba historias maravillosas. Era impresionante el número de madres, padres e incluso abuelas que decían que me habían votado por sus hijas y sus nietas jóvenes, y aún más conmovedora la identificación de esas niñas conmigo, sobre todo las negras y las de la periferia.

Estos encuentros me llenaban de alegría y reavivaban mi propósito en las horas más difíciles. Recibí homenajes inolvidables, me invitaron a hablar en todas partes, viajé a varios países para compartir la experiencia de Gabinetona, el mandato colectivo que se convertiría en una referencia de innovación democrática en Brasil. De hecho, creamos varias tecnologías de involucramiento direct de la ciudadanía con nuestra actuación. Desde la atención de demandas ordinarias, como la orientación sobre derechos y servicios públicos, hasta la asignación de enmiendas parlamentarias a través de una convocatoria abierta, contribuimos de nuestra manera para la realización de otra política en la práctica. [2]


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La noticia de la muerte de Marielle Franco me llegó después de un duro día en la Cámara de Belo Horizonte, comiendo fideo instantáneo en casa mientras leía el móvil. Me levanté en estado de shock, como un robot a cámara lenta. Extrañamente, parecía un error y parecía que estaba a punto de suceder. Me quedé mirando la pantalla. Llegaron más y más mensajes. Caí sin piso. Mi corazón cayó en un torbellino por el hueco de la noche.

Amanecí en Río de Janeiro con mi asesora Flávia Tambor. Pedimos un café y la televisión de la cafetería mostraba imágenes del coche blanco fusilado. Llegamos a la plaza de Cinelândia, todavía vacía. En el velatorio, abrazada a Talíria Petrone, comprendí un dolor tan singular para nosotras: junto con Mari, formábamos el trío de concejalas negras del Psol (Partido Socialismo y Libertad) elegidas con trayectorias muy cercanas y votaciones fenomenales. Cuando volví a la plaza, Marielle se había convertido en un fractal infinito. Sólo podía ver su rostro entre la multitud.

Nada sería como antes. Hacer florecer las semillas de Marielle era una cuestión de justicia, una justa venganza. Junto con Cida Falabella y Bella Gonçalves, mis compañeras en la concejalía compartida de Gabinetona, y personas que formaban parte de Muitas, el movimiento que dio origen a nuestra campaña colectiva en 2016, avanzamos en la estrategia de ampliar nuestro proyecto para aquellas elecciones de 2018. El golpe contra la democracia brasileña estaba en marcha, el fascismo estaba cada vez más suelto y el cobarde crimen contra Marielle nos exigía avanzar más rápido.

La apuesta fue aumentar nuestra capacidad organizativa y electoral. El lema “política con amor y pie en la puerta” guió la red Ocupa Política, que desde 2017 aglutinaba mandatos activistas de todo el país – incluido el de Marielle. Se multiplicaron las iniciativas de movilización y formación de líderes. A pesar de la terrible derrota presidencial, tuvimos un salto sin precedentes en la elección de mujeres negras, feministas, trans y periféricas en todo Brasil. La Gabinetona creció, y pasamos a tener cuatro mandatos integrados en tres niveles legislativos: Bella y Cida en el municipio de Belo Horizonte, Andréia de Jesus en la Asamblea del estado Minas Gerais y yo en la Cámara Federal, en Brasília. No seríamos interrumpidas.

La sangre fluía espesa y brillante, lentamente. Por un segundo me quedé hipnotizada en aquel casi no movimiento: la mancha por la coladera, el contraste con el azulejo blanco. Dejé correr el agua del grifo y, al tiempo que se frenaba en mi interior, el rastro gomoso empezó a diluirse. Enjuagué las salpicaduras en el fregadero, haciendo una concha con la mano y echando el agua hacia los lados. Sequé la encimera con una toalla de papel. Tuve un pequeño cólico, la cabeza mareada.

Cada vez que iba al baño era una faena. Sudaba frío y me moría de calor, incluso con el aire acondicionado a tope. Me puse un mono azul marino que se ataba en la espalda y me obligaba a estar desnuda para ponerme en cuclillas en posición de sacar y poner la copa menstrual. Solo a mí me pasa, no es posible. Ha! Eso sí que es dar la sangre.

El baño de mujeres accesible era el único del plenario de la Cámara de Diputados que me permitía desnudarme y lavar la taza en privado. Regresaba a la sesión de investidura de los 513 diputados medio distraída y pronto sentía que el colector goteaba. Del baño al plenario, del plenario al baño, y en una de esas apareció un bulto en medio de la sangre. No era un coágulo. Lo apreté, lo olí, lo examiné de cerca con ojos de microscopio. Un cuerpo extraño, un trozo de mi cuerpo. Tiré de la cadena y me despedí sin mucha ceremonia. Esperaba que llegara este momento desde el susto de la ecografía, pero no podía imaginar que sería justo aquel 1 de febrero de 2019.

Mientras mi útero expulsaba a un saco gestacional sin embrión, yo ya seguía el desfile de nuestra bancada que acababa de tomar posesión para inaugurar las oficinas de las diputadas del Psol. Allí iba la banda, torpemente, con un nerviosismo eufórico en el aire. Improvisados gritos de guerra, la escena era un poco ridícula, hasta que Erundina se adelantó y la cosa se puso seria.

Sin risitas. Erundina habló con gravedad. Su espalda se abrió amplia y fuerte. La pequeña anciana de ochenta años se hizo enorme. Entonces ella dirigió el bautizo de la primera oficina feminista. Alguien arregló el letrero de la calle Marielle Franco sobre la puerta, y Erundina llamó a todas:

– ¿De quién es esta oficina?

– ¡De fulanita!

– ¿De quién es esta oficina?

– ¡De fulanita!

Erundina asintió que no.

– ¿De quién es esta oficina?

– ¡Pertenece al pueblo!, por fin se escuchó. 

Me estremecí. Así siguió hasta que llegó mi turno. Las oficinas eran del pueblo, la mía ya era la famosa Gabinetona. Pronuncié el grito que solíamos hacer en Belo Horizonte:

– ¿Gabinetona es de qué?

– ¡Lucha!

– ¿Gabinetona es de qué?

– ¡Lucha!

– ¿Gabinetona es de qué?

– ¡Lucha!


Yo eché el anzuelo a ver qué se pesca. Es cierto que recurrí a mi sacrificio como acto para sostener mi posición de personaje público. Era aquella carga: estoy dando mi vida por un proyecto colectivo. Yo y mi colectivo imaginario.

No había salida fácil. Salí golpeada y lastimada de varias disputas internas. Brillé y morí junto con el proyecto. De repente caí enferma, mi signo más vivo de salud. Necesité mucha terapia y fuí tomando conciencia de la posición que representaba, tan externa a mí, y poco a poco nació otra. Podría escapar entera si hiciera un quiebre: una distancia segura entre la parlamentaria y yo. Y así, desubicada y al mismo tiempo consciente de la actuación, tuve el juicio para tomar decisiones y, además, firmé habilidades que reprimía. Tuve que jugar. Era eso o vivir en la devastación.

Esta gente no sabe que soy jugadora de truco. Me fuí de pinta muchas veces en el instituto. Aprendí a jugar a la ofensiva como los chicos, pero también a ser estúpidamente disimulada. Aparte de mí, sólo había una o dos chicas arteras como yo a las que les gustaba mucho el truco, y los chicos no nos daban mucho crédito. No creen que una chica sepa farolear, piensan que sólo pediremos un seis con un zap en la mano. El que recibe un seis en la oreja se cabrea, pobre. O corre o pide nueve, entonces el machote se apoya con un tres de nada, le meto un doce y ya está. Me pongo el espadín en la frente, agarro la mano de mi compañera y doy un golpe con el codo en la mesa, aullando. [3]

Faroleando, me di cuenta de que me deslegitimaban entre gente que tenía por aliados. Cada hora había un pequeño cruce de palabras, trampas aquí y allá. Las pesadillas y los cotilleos me avisaron: traiciones, mentiras, circuitos paralelos, mi nombre en boca de los que intentaban quemarme. Sabía más o menos de dónde venía todo aquello, pero jugaba para distinguir grupos de afinidad con sus lealtades y deslealtades. Hice pruebas, me puse paranoica, encontré focos de intriga.

Coseché confirmaciones de la tierra y más allá, muerta de asco. Enfadada conmigo misma por haber sido tan tonta, tan literal al vivir el lema feminista de lo personal es político. Mis principales amistades estaban en esas redes, mi existencia casi enteramente moldeada en el trabajo. Y el trabajo -de hecho, mi vida- era una obsesión política. Dios mío, me estaba consumiendo. No tenía sentido dar tanto de mí. Me envenenó la desconfianza. Tenía miedo, miedo de los fantasmas. Me golpearon justo en la frente, ¡pero espérenme! Soy una zorra. No por casualidad, estaba embarazada de Jorge cuando me di cuenta.

Un hermoso día, quién lo iba a decir, una dádiva me envolvió. No recordaba las cosas, tenía mucho sueño, estaba muy perezosa. Era magia habitar mi cuerpo. Parece que la intuición me cubrió con un escudo y el trabajo se quedó fuera. Desatenta, en reuniones horribles, nada me importaba. Veía gente enojada con sus movimientos ensayados para forzar o romper acuerdos. Entre discusiones feroces e intentos de mediación, la Gabinetona empezaba a desmoronarse. Y eso no me entristeció. Me mantuve distante, llena de gracia con una criatura que crecía en mi vientre.

No hice ningún esfuerzo por mantener unido lo que se estaba desmoronando rápidamente. Estaba en mi primer año como diputada, inmersa en la dinámica de Brasilia. Pronto empezaría la clase de gimnasia acuática, mi insólito grito de liberación. El embarazo me había autorizado a hacer un hueco en mi agenda para mover el cuerpo. Era divertido estar agotada y ver a mis colegas mayores con el ánimo por las nubes. De ninguna manera iba a disfrutar de semejante lujo durante mis dos años como concejala. Mientras tanto, construía un círculo de seguridad y cercanía en torno al mandato federal.

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Atravesé 2020 con el acontecimiento visceral de la maternidad, confinada por una pandemia y fulminada por un proceso electoral que me costaría ataques de pánico y pronto catalizaría mi colapso. Conseguí terminar el año con el resto de mis fuerzas e hice el cambio que ya no podía esperar: decidí dejar la Gabinetona. Intenté tomármelo con la mayor tranquilidad posible, sin aspavientos ni alharacas. Me sentí agradecida por el extraordinario trabajo que había realizado y por los afectos que me habían educado, fiel a mis límites y convencida de que el recuerdo de nuestras prácticas sería un legado.

Fue un duelo. En ese momento comprendí el vórtice de mi caída. Muchos golpes hasta que llegué a una síntesis. La trayectoria ante el espejo. Acabé atrapado entre el colorismo y la blanquitud: demasiado parda [4] para ser negra, demasiado periférica para estar junto a los herederos de la clase media. Percibida como farsante por unos y subyugada por otros, me convertí en objeto de gente que quería aprovecharse de mi capital político. Qué dolor. Aposté todas mis fichas a un proyecto que en realidad era una ilusión de realización personal. Y reconocí que, desde adolescente, había seguido ese patrón de lanzarme a los colectivos con la esperanza de que fueran mi lugar de apoyo. La política y los afectos.


La pandemia con el puerperio fue una bomba de ansiedad. Las noticias me hacían daño, no informarme también. No podía creer la calamitosa situación de Brasil. En contraste con el comportamiento genocida del gobierno federal, la Primera Ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, apareció como un rayo de luz. Otra madre de mi generación en la política. Me emociona recordar que dio a luz durante su mandato. Bajo su mandato, el número de casos y muertes por Covid en su país fue de los más bajos del planeta.

Una vez leí que Jacinda hablaba abiertamente de su historial de ansiedad y que trataba el tema de la salud mental como una prioridad política. ¡Quería darle un abrazo a esa mujer! Llegó enero de 2023, yo estaba en los últimos días de mi mandato, y me encuentro con el discurso de Jacinda. No se presentaría a la reelección y terminaría su mandato un poco antes de lo esperado. Vi y volví a ver el vídeo varias veces, maravillada por la ternura y la valentía de su gesto. Habló de que ya no tenía energía para continuar, destacó los logros de su gobierno, mencionó el cuidado de su familia entre sus motivaciones y terminó enseñando que liderar es también saber cuándo parar. Me sentí como en una conversación íntima, profundamente conectada con el significado de aquel acontecimiento.

Mi mandato terminó, y por dentro lo celebré como el grito del famoso narrador de fútbol brasileño, Galvão Bueno, en la final del Mundial de 1994. Luego llegó el gran carnaval real oficial pospandémico y, por primera vez en años, me sentí liberada para festejar en la calle. Fue un poco raro. Miraba el móvil mecánicamente, quizá alerta de que en cualquier momento podía surgir una emergencia. Los días se volvieron diferentes. Las incesantes exigencias se disiparon como nubes. Entré en otro tiempo-espacio. Siento que estoy volviendo a aprender a existir.

Acabo de aceptar un nuevo trabajo que me llena de ilusión, por fin de vuelta a la sociedad civil. Y es curioso darme cuenta de que tengo horas de oficina, tengo la sensación de que no estoy haciendo las cosas bien. Llamé a mi abuelo, Nego Bispo, un maestro quilombola que vive en Piauí, y le dije que mi trabajo me estaba resultando demasiado fácil. Hizo una pausa y me dijo seriamente: “Hija mía, en el campo cargamos primero la leña pesada. Luego, cuando recoges un montón de palos, ni siquiera sientes que estás haciendo fuerza”.

 

Sobre la autora: Áurea Carolina es activista, madre de Jorge, ex parlamentaria y directora ejecutiva de Nossas. 

 

 

 

Este texto fue publicado originalmente en portugués en la Revista Piauí.

Traducción de Luiza Azevedo, voluntaria de comunicación en Im.pulsa.

 

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[1] “Es la hora del penacho!” es una consigna utilizada por el movimiento indígena en Brasil para decir que es la hora de que los pueblos indígenas ocupen espacios.

[2] Este trabajo fue sistematizado en el Proyecto Memoria, disponible en https://gabinetona.org/ y en el documento Otra política en la práctica: balance de desempeño y tecnologías sociales del mandato de Áurea Carolina en la Cámara de Diputados, disponible en https://www.aureacarolina.com.br/camara/2022/12/16/outra-politica.

[3] [Nota de la traducción] El truco es un juego de cartas que tiene reglas diferentes en cada país, Áurea Carolina describe una partida según las reglas brasileras.

[4] [Nota de la traducción] “Parda” es una categoría de clasificación de población utilizada por el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) en los censos. La palabra en portugués significa ‘marrón’ o ‘gris-marrón’, pero se utiliza para designar a una persona “multinacional” o mestiza. Las demás categorías son blanco, negro, amarillo e indígena.

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